EL ORIGEN DEL TAROT ESOTÉRICO por Marcos Méndez Filesi

Los libros de la Suerte

En la actualidad, la baraja del tarot está muy relacionada con la cartomancia, la práctica mágica más popular para leer el futuro en Occidente. Este fenómeno es relativamente moderno y, en gran medida, se produjo como consecuencia de las teorías esotéricas sobre el tarot que comenzaron a formularse tras las publicaciones de Gèbellin y Etteilla a finales del siglo XVIII.

No se ha encontrado ningún documento del Renacimiento en el que se mencione el uso de una baraja de tarot para predecir el futuro, pero la tarotmancia, sin embargo, arraiga en dos prácticas mágicas cuya antigüedad sí que podría remontarse a mediados del siglo XV: los Libros de la Suerte y la Cartomancia, que con el tiempo se combinaron en el diseño de barajas especiales para echar las suertes.

El origen de los libros de la suerte del siglo XVI se remonta a la Bibliomancia. Esta mántica o sistema de adivinación ya se practicaba en la Antigüedad y consistía en escoger un fragmento de un libro al azar, uno de Homero por ejemplo (lo que se conocía como Sortes Homericae) o de Virgilio (Sortes Vergilianae), e interpretar el texto en función de la cuestión que se estaba preguntando. En el ámbito cristiano, también se recurrió a la Bibliomancia, aunque empleando libros religiosos, sobre todo, la Biblia (Sortes Biblicae). Un ejemplo muy conocido es el protagonizado por Agustín de Hipona, quien en las Confesiones (VIII. 12, 29) explica cómo encontró su vocación cristiana en el año 386, en plena crisis existencial, abriendo al azar una Biblia. Un día estaba llorando desconsolado cuando escuchó una voz infantil que decía cantarina: «Toma y lee, toma y lee». Emocionado, Agustín abrió una Biblia y leyó un texto que decía:

«No en banquetes ni embriagueces, no en vicios y deshonestidades, no en contiendas y emulaciones, sino revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, y no empleéis vuestro cuidado en satisfacer los apetitos del cuerpo».

No siguió leyendo, «porque luego que acabé de leer esta sentencia, como si se me hubiera infundido en el corazón un rayo de luz clarísima, se disiparon enteramente todas las tinieblas de mis dudas».

De la Bibliomancia y otras técnicas mánticas surgieron los Libros de la Suerte, en los que se combinaba algún procedimiento azaroso con catálogos de preguntas y respuestas predefinidas. Estos libros están divididos en apartados, cada uno de las cuales está presidido por una alegoría relacionada con la magia y lo misterioso, como la fortuna o los signos del zodíaco. Una vez escogida una pregunta hay que ir pasando por diversos apartados a los que nos van enviando sucesivamente. La mayor parte de estos apartados son innecesarios, ya que no intervienen en la selección de la respuesta y se limitan a remitir a la siguiente etapa; sin embargo, enriquecen la dramaturgia del proceso, que se convierte así en un viaje por un universo de símbolos y referencias mágicas. En general, para que la magia resulte sugerente debe contar con una escenografía cuidada, pues de lo contrario pierde verosimilitud. Ocurre algo parecido con la medicina, donde nos sentimos más seguros sobre la fiabilidad del diagnóstico cuanto mayor es el esfuerzo que advertimos en el médico (radiografías, análisis, termómetros, estetoscopios, atención al escuchar, etcétera).

Durante el siglo XVI, en Europa se escribieron varios libros de la suerte y cada autor adaptó la estructura, las etapas por las que se va pasando entre la pregunta y la respuesta, a su propio gusto. Por ejemplo, en Le risposte della signora Leonora Bianca, escrito quizás por Aurora Bianca d’Este, como señala Eleonora Carinci, y publicado en Venecia en 1565, el camino pasa por las mansiones de la Luna, las 48 constelaciones del firmamento, la provincia de las Ninfas, que es un mapa mitológico muy divertido, y, finalmente, concluye en las cavernas infernales (de Plutón, de Proserpina, de Vulcano, de Radamantis, etcétera). En L’oracolo de Girolamo Parabosco, publicado en 1552, el recorrido va de las estrellas a los signos, que son un conjunto formado por las doce constelaciones del zodíaco y las siete esferas cósmicas. Aún más interesante es el Triunfo de la Fortuna, del matemático, astrólogo y poeta ferrarés Segismundo Fanti. Fue publicado por primera vez en Venecia en 1526 y la consulta incluye preguntas, fortunas, casas, ruedas, esferas y, finalmente, astrólogos. Curiosamente, entre el exuberante repertorio iconográfico del libro se incluyen algunas imágenes inspiradas en el tarot y, además, presenta ciertas similitudes numéricas con la estructura de los triunfos.


Dos páginas del libro de Fanti. Las preguntas iniciales de la Tabla de la Fortuna nos llevan a las doce Fortunas, que a su vez nos remiten a las doce Casas.

Salvo algún caso excepcional, como el libro de Fanti, los libros de la suerte presentan cierto carácter lúdico. Las consultas suelen girar en torno al amor y la fortuna económica. Su popularidad se debió en gran medida a la facilidad con que se puede realizar la consulta, dado que las respuestas son muy claras y no necesitan mago alguno que las interprete, sin embargo, por esto mismo resultaban algo insuficientes como herramienta mágica. Normalmente se recurre a la magia predictiva por un problema de inseguridad para tomar una decisión o por temor al futuro. La consulta al astrólogo, al quiromántico, al geomántico, en suma, al mago adivino, es sobre todo una manera de apaciguar este estrés. 


Cartomancia

En general, diversas pistas permiten sospechar que la Cartomancia comenzó a ganar popularidad a lo largo del siglo XVI, sobre todo en España, aunque también se han encontrado referencias dispersas en Italia y Francia. En el caso español, Ross Gregory Caldwell, que ha estudiado en profundidad los orígenes de la cartomancia, destaca ya una posible referencia para mediados del siglo XV. Se encuentra en el poema Juego de Naypes, escrito por Fernando de la Torre hacia 1450, en el cual se describe una baraja imaginaria. En la introducción del poema se explica que con los naipes se juega, pero que también pueden emplearse para echar las suertes.

Por orden cronológico, la siguiente referencia que destaca Caldwell se encuentra en la Reprobación de supersticiones y hechicerías (1530) del profesor de teología y matemáticas Pedro Ciruelo. Con el objetivo de demostrar que «los pecados de los nigrománticos, y de los hechiceros, y de los agoreros y de los adivinos y de las otras supersticiones son contra el primer mandamiento y contra la muy excelente virtud de la religión», en este ensayo Ciruelo describe las principales prácticas mágicas de la época. En el capítulo dedicado las artes adivinatorias, además de la astrología, hace referencia a varias prácticas mánticas, incluidos libros de la suerte, dados y naipes:

«La séptima y postrera arte adivinatoria se llama sortiaria, quiere decir adivina por las suertes lo que ha de ser. Estas suertes se echan de muchas maneras. O con dados o con cartas de naipes, o con cédulas escritas, y de esta manera hay un libro que llaman de las suertes, donde se traen Reyes y Profetas que digan por escritos las cosas que le han de acaecer. Otros hacen las suertes por los Salmos del Salterio, otros con un cedazo y tijeras adivinan quien hurtó la cosa perdida, o donde está escondida; y otros hacen otras liviandades de tantas maneras que no se podrían contar, y todas ellas pueden llamarse suertes; y quien las usa peca mortalmente porque con ellas sirve al diablo y se aparta de Dios, y quiebra el voto de la Religión cristiana que hizo en el bautismo, porque hace pacto secreto con el diablo enemigo de Dios y de los cristianos siervos de Dios».

La disertación de Ciruelo también resulta interesante porque nos ayuda a entender las razones del rechazo que la Iglesia sentía hacia las artes adivinatorias. Si el futuro estaba escrito y predeterminado en las estrellas, los naipes o los libros de la suerte, el ser humano perdía su libre albedrío, sin el cual no existe culpa y, por lo tanto, tampoco justicia divina, que era el pilar de sobre el que sustentaban su razón de ser. De ahí que Ciruelo diga que:

«En la libre voluntad del hombre está, y no en la virtud de las estrellas, querer bien, o mal a otro, serle buen amigo, o hacerle traición. El Astrólogo que quiere aplicar las estrellas a juzgar las cosas a su albedrío es vano y supersticioso, y tiene un pacto secreto con el diablo, y debe ser castigado como apóstata en la religión Cristiana, o como medio nigromántico».

También se han encontrado algunas referencias dispersas a la cartomancia para el resto de Europa durante los siglos XVI y XVII. La más interesante es un pasaje de la obra Chaos del Tri per uno (Venecia, 1527) del escritor mantuano Teofilo Folengo, en la que se menciona claramente una baraja de triunfos en un contexto adivinatorio. Limerno, uno de los personajes describe cómo le condujeron a una habitación secreta junto con cuatro amigos y allí le pidieron que redactase unos sonetos con el resultado que saliera en las cartas. Dummett sostiene que este pasaje sólo era una excusa de Folengo para engarzar en la obra unos sonetos inspirados en los triunfos:

«Aunque Folengo use la palabra “suertes”, está claro que el pasaje no describe un método sistemático de leer el carácter o el futuro de un individuo. No se atribuye ningún significado esotérico a las cartas: representan solo las alegorías que se corresponden con sus nombres. De hecho, la elección de cinco o seis triunfos no determina el análisis del carácter del individuo al que Folengo echa las suertes: todos los triunfos se incorporan en el soneto correspondiente, pero podrían haber sido incluidos en otro soneto de contenido bien distinto. Los sonetos no analizan, en realidad, los caracteres individuales: sus temas son completamente generales y uno de los cuatro sonetos es de naturaleza política».

Sin embargo, a la luz de los últimos descubrimientos sobre la antigüedad de la cartomancia, cobra fuerza la hipótesis de Terry Zanetti, quien sostiene que que Folengo, para inspirarse, tenía que haber partido de algo que desde hacia tiempo ya existía, aunque fuera sólo en forma embrionaria. De ahí también que Zanetti mantenga que la cartomancia «ya se practicaba en aquel período, aunque no de forma tan generalizada como para ser considerada un arte adivinatoria. De hecho ni en las obras de Cornelio Agrippa, ni en las de Paracelso, ni en el Commentarius de precipuis Divinationum generibus de Caspar Peucer impresa en Wittenberg en 1553 se hace referencia alguna a la cartomancia».


Gèbellin y el libro de Thot

El penúltimo capítulo de la tarotmancia comenzó a finales del siglo XVIII, cuando un pastor protestante y vinculado a la masonería que se hacía llamar Antoine Court de Gèbellin (c. 1720 — 1784) formuló una teoría que relacionaba el tarot con los antiguos egipcios. Gèbellin comenzó en 1772 una obra monumental por suscripción pública cuyo título abreviado era Le Monde primitif (El mundo primitivo), en la cual quería demostrar que, en tiempos remotos, la humanidad no vivía como salvajes ignorantes, sino que había desarrollado una refinada civilización cultural y espiritual, en la que todo el mundo vivía en armonía. El tarot, según Gèbellin, sería un ejemplo de aquella sabiduría antigua pues, en realidad, no era un juego de cartas, sino un libro desencuadernado en el que los sacerdotes egipcios habían volcado sus conocimientos mágicos. Durante el resto del ensayo, Gèbellin sigue explicando el origen egipcio del tarot y la manera en que había sido preservada esta maravilla ocultándola bajo la apariencia de un mero juego de cartas. Además, incluía un segundo artículo de un tal M. le C. de M., que Decker, Depaulis y Dummet identifican con Louis Raphael Lucréce de Fayolle, conde de Mellet (1727 - 1804), en el que se insistía en la procedencia egipcia y se ensalzaban sus virtudes adivinatorias.

Lo curioso es que para descubrir todas estas verdades ocultadas durante siglos, Gèbellin no había necesitado ninguna fuente documental, ni había tenido que consultar libro alguno, ni siquiera debió de analizar la gran variedad de barajas del tarot que ya existían por entonces. Todo lo contrario, cómo el mismo decía, para realizar semejante hazaña intelectual le habían bastado quince minutos:

«Si este juego que se ha mantenido silencioso para todos aquellos que lo conocían se ha revelado a nuestros ojos, no ha sido fruto de una profunda meditación, ni tampoco por el deseo de aclarar el caos que lo envuelve: no perdimos ni un instante analizándolo. Fui invitado hace unos años a conocer a la señora C. d'H, que acababa de llegar de Alemania o Suiza, y la encontré jugando a las cartas con otras personas. Jugamos a un juego que seguramente no conoces, o tal vez sí. ¿Cuál es? El juego del tarot. Había tenido ocasión de verlo cuando era muy joven, pero entonces no tenía ningún conocimiento sobre él… Era una rapsodia de figuras extrañas de lo más extravagante. Así, por ejemplo, hay una carta que no guarda relación alguna con su nombre, es el Mundo. Cuando la vi, en seguida reconocí la alegoría. Todo el mundo dejó de jugar y vino a ver esa carta maravillosa de la que yo había comprendido lo que ellos nunca habían percibido. Todos me preguntaron qué significaban aquellas cartas que yo había comprendido en un cuarto de hora. Expliqué que eran egipcias y que su significado estaba relacionado con el conocimiento de los egipcios. Nos prometimos que algún día compartiríamos con el público ese conocimiento, persuadidos de que era un magnífico descubrimiento, un libro egipcio que un día había escapado de la barbarie, de la devastación del tiempo, de fuegos accidentales y deliberados y del gran desastre de la ignorancia».

A pesar de que a priori un cuarto de hora parece poco tiempo para analizar algo en profundidad y de que Gèbellin no aportó ninguna prueba documental para fundamentar su teoría salvo una comparación iconográfica subjetiva con los jeroglíficos egipcios, su propuesta fue muy bien acogida por el público y, desde entonces, el juego del tarot se incorporó a la literatura esotérica. La baraja empezó a conocerse como el Libro de Thot y los triunfos pasaron a ser «arcanos» cuyos verdaderos secretos sólo podían descifrar los iniciados.


El tarot esotérico

Las teorías de Gèbellin fueron continuadas por el francés Jean-Baptiste Alliette (1738 - 1791), que firmaba sus obras con el apellido al revés, Etteilla, en aras del exotismo artístico que debe rodear a un mago. Etteilla también formaba parte de una logia masónica y ya había publicado en 1770 un libro sobre cartomancia empleando una baraja francesa clásica (Etteilla, ou manière de se récréer avec des jeu de cartes).

En 1783, al hilo de las propuestas de Gèbellin, publicó Manière de se récréer avec le jeu de cartes nomées Tarots, en el que ofrecía más detalles sobre el presunto libro de Thot. Así, según Eteilla, el tarot habría sido realizado por diecisiete magos egipcios en Menfis en el año 1828 a.C., entre los cuales se encontraba un descendiente de Mercurio-Athotis. Además, Eteilla diseñó una baraja del tarot, la primera de una larga serie de barajas esotéricas, y escribió un manual de instrucciones para la lectura mántica en el que combinaba tarot y astrología. Había descubierto un filón de oro. Su popularidad fue cada vez mayor y en 1788 fundó la "Société des Interprètes du Livre de Thot", la primera empresa de la historia que hacía de la lectura de cartas del tarot su modelo de negocio.


Eteilla diseñó una baraja del tarot que combinaba los triunfos tradicionales con la astrología, la teoría de los cuatro elementos, la numerología y otras creencias mágicas y esotéricas.

En los siglos XIX y XX, tomando como punto de partida los textos de Gèbellin y Etteilla, casi todos los autores ocultistas abordaron entusiastas el tarot en libros cada vez más enrevesados que se autoalimentaban unos de otros. Por orden cronológico destacan Eliphas Levy, quien combinó el libro de Toth con la Cábala y la mántica en Dogme et rituel de la haute magie (1855); Gérard Encausse «Papus», que enriqueció la leyenda incorporando las sociedades secretas en Le Tarot des Bohémiens (1889); el libro The Key to the Tarot (1911), del ocultista estadounidense Arthur Edward Waite, autor del tarot de Rider, una baraja bellamente ilustrada por Pamela Colman Smith de la Golden Dawn, y el célebre mago Aleister Crowley, quien sintetizó todas las teorías esotéricas sobre el tarot en The Book of Thoth (1944), complementado tiempo después con una baraja ilustrada por Frieda Harris siguiendo sus indicaciones (el llamado tarot de Crowley-Harris Thot).

Analizar estas obras en detalle sería un trabajo extenso, pero, aunque sea a vuelapluma, resulta interesante ver el argumento que sustentaba aquellas teorías ocultistas. En esencia, la estructura del discurso suele ser siempre la misma. Primero explican que alguna civilización del pasado, por lo general los egipcios, poseía una sabiduría extraordinaria. Este conocimiento siempre es sobre cuestiones trascendentes, como la relación del alma con el cosmos, y, en ocasiones, les dotaba de poderes mágicos, como la capacidad de pronosticar el futuro. Por lo tanto, era una sabiduría mucho más importante que la ciencia del momento. Como escribe Papus en el Tarot de los Bohemios:

«Si nos dignamos abandonar por un instante nuestra creencia en el progreso indefinido y en la superioridad fatal de las nuevas generaciones sobre las antiguas, descubriremos fácilmente que las colosales civilizaciones del pasado tuvieron también una ciencia, universidades y escuelas. La India y el Egipto están todavía sembradas de restos preciosos, que revelan al arqueólogo la existencia de esta ciencia antigua.

»En la actualidad nos hallamos en condiciones para afirmar que la característica dominante de esta enseñanza era la síntesis, la cual reunía en algunas leyes muy simples la suma de todos los conocimientos adquiridos».


El Mago del tarot de Rider ilustrado por Pamela Colman Smith.

La segunda característica común es que sólo unos pocos iniciados dominaban este conocimiento trascendente. Aparte de la querencia elitista de las sociedades secretas decimonónicas, esta insistencia en el secreto les permitía explicar por qué no había pruebas materiales que documentasen sus teorías. Si no existía ninguna representación antigua del dios Thot con los naipes del tarot era por este carácter secreto de sus enseñanzas. Esto planteaba la dificultad de explicar cómo habían conseguido enterarse ellos mismos de esta sabiduría misteriosa si se había mantenido tan bien guardada, pero la solución era sencilla, bastaba con trazar una cadena de sociedades secretas que durante generaciones habría custodiado este corpus de saber trascendental hasta llegar a la que pertenecían o habían fundado. En palabras de Papus:

«La escuela de Alejandría constituyó la fuente principal de la que emanaron las sociedades secretas occidentales. La mayoría de los iniciados se habían refugiado en Oriente, y hace relativamente poco tiempo, fue revelado al Occidente que en la India, y sobre todo en el Tíbet, algunas fraternidades ocultas conservaban intacta la síntesis antigua.

»Pero la existencia en Oriente de dicha ciencia nos interesa menos que la historia del desarrollo de las sociedades iniciáticas en el Occidente. Las sectas Gnósticas, los Árabes, los Alquimistas, los Templarios, los Rosacruces y, por último, los Masones, forman la cadena occidental de transmisión de la ciencia oculta».

La universalidad simbólica constituye el tercer elemento importante del sustrato ocultista. A pesar de que su conocimiento debía de permanecer secreto, los iniciados en esta sabiduría antigua habrían incluido sus claves en diversas obras a lo largo de la historia, como hicieron con el tarot y, según Papus, con una gran variedad de libros sagrados:

«El Sepher Bereschit de Moisés es la Biblia judía, el Apocalipsis y el Evangelio Esotérico forman la Biblia cristiana, la Leyenda de Hiram es la Biblia masónica, la Odisea la del pretendido politeísmo griego, la Eneida la de Roma, en fin, los Vedas hindú y el Corán musulmán son demasiado conocidos para hablar de ellos. Cuando se posee la clave, todas estas biblias revelan una misma doctrina».

Una vez definidos estos elementos, una sabiduría antigua transmitida a un selecto círculo de iniciados en las sociedades secretas, la cual está codificada en algunas obras fundamentales de la literatura sagrada, el autor esotérico ya podía formular su teoría, más o menos ingeniosa según su erudición, que por lo general solía ser amplia.

Arropada en estos textos, la lectura del tarot fue adquiriendo cada vez más popularidad en detrimento de la astrología, que estaba siendo desbancada por la ciencia y, finalmente, en la segunda mitad del siglo XX, pasó a formar parte del cúmulo de creencias diversas que constituyen el movimiento de la New Age, un tema interesante sobre el que espero escribir algún día si encuentro tiempo. De momento, lo dejo aquí.



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