EL ORÁCULO DE DELFOS por Marcos Méndez Filesi

John Collier, "La sacerdotisa de Delfi"

De todos los oráculos del mundo griego, el más importante se encontraba en Delfos, entre dos grandes acantilados a los pies del Parnaso, al norte del golfo de Corinto, y estaba consagrado al dios Apolo. Sobre su origen mítico, contaba la leyenda que un día Apolo decidió construir allí un templo pero el lugar ya estaba ocupado por una terrible serpiente con poderes proféticos llamada Pitón, la cual era hija de Gea, la Tierra. Apolo la mató con una flecha certera, construyó el santuario y luego buscó unos sacerdotes para que le sirviesen. Como no había nadie más cercano, se transformó en delfín, de donde proviene  el nombre de Delfos, y navegó por el mar hasta que encontró a unos marineros cretenses a los que convenció para que custodiaran el templo.


Reconstrucción del santuario de Delfos (dibujo de K. Haiakre, 1975).

El mito tal vez simbolice algún episodio de tintes históricos, pues el culto a Apolo se introduce tardíamente en Grecia y puede que refleje la sustitución de un antiguo oráculo por el apolíneo, pero lo que sí parece fuera de toda duda es que a partir del siglo VII fue cobrando cada vez más importancia y prestigio, hasta el punto de que varias ciudades se pelearon por controlarlo (son las llamadas guerras sagradas). Precisamente, con la intención de que fuera lo más neutral posible, su gestión fue encargada a una anfictionía, una confederación religiosa, formada por delegados de doce pueblos (jonios, dorios, tesalios, etcétera).

Para visitar el oráculo, llegaban ciudadanos de todas las clases sociales desde los más remotos lugares, incluso, desde fuera de la Hélade. La consulta se realizaba en el interior del templo de Apolo, al que se llegaba por una empinada calzada en zigzag que estaba flanqueada por diversos edificios sagrados. Entre estos edificios había unos, llamados tesoros, que consistían en pequeños templos levantados por alguna ciudad conmemorando algún acontecimiento local. Para entender cómo funcionaban podemos establecer una analogía con las capillas de las catedrales cristianas, cuya construcción solía estar subvencionada por particulares.  Aunque están dedicadas a santos y vírgenes,  se encuentran dentro de un espacio dedicado a una divinidad mayor, Dios.

La sacerdotisa encargada de comunicar el oráculo recibía el nombre de Pitia (de donde viene el término de pitonisa), recordando a la serpiente Pitón. Permanecía en lo más profundo del templo, donde unos sacerdotes transcribían cada murmullo y gesto suyo cuando pronunciaba la profecía. Antiguamente se pensaba que en ese momento, cuando entraba en trance para hablar por boca de Apolo, poco más o menos que enloquecía por completo:

«Delira, loquea, sacude por todo el antro su cuello extraviado, agita con sus cabellos erizados las bandeletas de los dioses y los festones de Febo, su nuca vacila y se tuerce; dispersa los trípodes que obstaculizan su marcha desordenadas; un fuego terrible la abrase y te lleve, Febo, lleno de furor». (Lucano, La guerra civil, V, 169 ss.).

«Dicen que la Pitia era una mujer que se sentaba con las piernas abiertas; tras lo cual un vapor maligno surgía del suelo y, deslizándose por sus órganos genitales, la llenaba de delirio; entonces la mujer desataba sus cabellos, entraba en trance, de su boca brotaba espuma y, en tal estado, profería divagaciones». (J. Crisóstomo, In epistula I ad Corinthios homilia XXIX, 169 ss.).

Para explicar este comportamiento se propusieron todo tipo de teorías, desde que consumía algún tipo de narcótico a que se trastornaba por los efluvios sulfurosos que salían del interior magmático del suelo a través de una fisura en el pavimento del templo. Sin embargo, ante la ausencia de testimonios coetáneos a las pitonisas que hablen de semejante aquelarre, como Plutarco, que a pesar de haber sido sacerdote en Delfos nada dice al respecto, los investigadores actuales sostienen que esa imagen es fruto de los historiadores cristianos, que así desvirtuaban la poderosa leyenda de estas profetisas paganas. Así, por ejemplo, el gran especialista en el mundo griego Pierre Lévêque señala que:

«Nada indica que la profetisa renunciase a una tranquila dignidad; de hecho, antes de vaticinar, la profetisa se purificaba con el agua del Castalia, bebía del agua de la fuente del Cassotis, masticaba una hoja de laurel y se acomodaba, con un ramo en la mano, sobre el trípode, nada que pueda llevar a ese alterado éxtasis. No obstante, si bien es cierto que estaba poseída por el dios, se trataba de una posesión serena, resultado de la perfecta observancia de los ritos y de la confianza con las que se entregaba a él: su “entusiasmo”, en el sentido fuerte que los griegos dan a este término, era un estado de gracia. Seguramente, cuando en la época helenística el papel de Delfos comenzó a decaer, es posible que hubiese quien creyese que se podría detener ese declive fomentando la imagen, en perfecta coherencia con el misticismo que estaba en auge en ese momento, de una Pitia extática, vencida por los vapores emanados de la tierra. Sin embargo, esa no era la Pitia de los siglos del arcaísmo y del clasicismo, momentos en los cuales Delfos ejercía una incontestable supremacía espiritual sobre toda la Hélade».

Aún falta por conocer mucho sobre el consumo de drogas en el mundo clásico, que por ejemplo podían tener una importancia fundamental durante los misterios Eleusinos, y tal vez la Pitia sí que actuara de forma real o fingida de alguna manera enloquecida (al fin y al cabo, el santuario también servía de morada a Dionisio, cuyo cortejo de histéricas bacantes no se mostraba nada sosegado durante los respectivos rituales), pero lo cierto es que la importancia que alcanzaban algunos oráculos era de tal envergadura que, sin duda, no se iban a dejar en manos de una mujer narcotizada, ya estuviera poseída por Apolo o por quién fuera.

Al respecto, baste con pensar que jugaron un papel fundamental en la planificación y organización de la colonización griega, un período que alcanzó su mayor intensidad desde mediados del siglo VII a finales del VI a.C. y que estuvo caracterizado por la fundación de colonias a lo largo y ancho del Mediterráneo para aliviar la presión demográfica de las ciudades Estado de la Grecia continental. Antes de partir, los colonos acudían al oráculo de Delfos para consultar cuáles eran el lugar y el momento propicios para emprender su aventura y, claro está, el dictamen del dios solía coincidir con un lugar del que se conocían las bondades (bien comunicado por mar, con recursos, sin una población hostil lo bastante organizada como para rebanar el cuello de los colonos según desembarcasen, etcétera).

De todas maneras, como de lo atinado del augurio dependía el prestigio del santuario, cuya intensa actividad se mantenía gracias a los ricos exvotos que traían los visitantes, el colegio sacerdotal de Delfos solía cubrirse las espaldas mediante una estratagema que suelen usar muchos videntes y profesionales del horóscopo actuales: augurar de forma tan ambigua que fuera cual fuera el desenlace se pudiera encajar con el pronóstico.

La anécdota más conocida sobre la polivalencia de estos vaticinios es la protagonizada por el rey Creso. Este soberano de Lidia dudaba si debía emprender una guerra contra la poderosa Persia y mandó emisarios cargados con ricos presentes a consultar el oráculo. La respuesta fue del todo satisfactoria pues la Pitia vaticinó que «si emprendía la guerra contra los persas, destruiría un gran imperio» (Herodoto, Historia I, 53-3). Eufórico, Creso mandó aún más presentes al santuario y se embarcó en una guerra contra Ciro, el rey de los persas. Batalla tras batalla, la contienda fue un desastre para Creso y Persia terminó por anexionarse el reino de Lidia. Creso sobrevivió, capturado por Ciro, y mandó emisarios al santuario para que recriminaran el fallo del pronóstico. Sin embargo, los sacerdotes no se inmutaron y contestaron que se quejaba sin razón pues le habían predicho que «si entraba en guerra con los persas, pondría fin a un gran imperio. Pero, ante esta respuesta, tenía que haber enviado a preguntar —para adoptar una decisión acertada— si se refería a su imperio o al de Ciro. Y si no entendió la respuesta ni pidió explicaciones, que se considere a sí mismo responsable» (Herodoto, Historia I, 91-4).

Tan grande era la fe en las Pitias de Apolo que pocas personas se indignaban por estas ambigüedades; todo lo contrario, despertaban tanto fervor que, cuando en el año 546 a.C. se incendió el templo de Apolo, llegaron donaciones desde toda la Hélade para su reconstrucción, incluso de los griegos que habían emigrado a Egipto. Sin embargo, precisamente por la repercusión de sus augurios, las distintas ciudades griegas trataron de influir cada vez más en el oráculo y la creciente politización de las profecías le fue mermando una credibilidad que también estaba arrinconando el mayor espíritu científico del Helenismo. Tras la conquista romana de Grecia, de su antiguo prestigio apenas titilaban unas ascuas, que terminaron de apagarse cuando el histriónico emperador Nerón saqueó impunemente sus riquezas hacia el año 66 d.C.

Hay una cita cuya procedencia no he podido localizar aún, que describe de forma exacta el final del santuario. Al parecer, poco antes de su clausura definitiva por mandato del emperador Teodosio en el año 385, el más pagano de los emperadores, Juliano, había tratado en vano de plantearle una consulta pero el mensaje de los sacerdotes fue elocuente:

Di al rey que la gran casa ha caído.

Apolo ya no tiene aquí su morada, ni brotes de laurel sagrado;

Las fuentes están silenciosas, las voces están calladas.



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